Una lanza atravesó su talón.

De repente descubrí que sus frases extrañas me sonaban sin sentido en lugar de inteligentes o superiores. De repente me di cuenta de que no estaba frente a un prodigio, sino frente a alguien que se tiene a sí mismo en un concepto demasiado alto. Una promesa de capacidad sin cumplir.
Esas palabras que solían dejarme muda, sin poder unir dos frases de mediana mediocridad (que era lo más que podía aspirar) ahora me hacen reír. Yo soy más. Y no necesito demostrarlo.
Hacía calor. Mucho calor. Pero era el día X y el resto no importaba. Dumbo y su dueña llegaron puntuales al lugar de encuentro: a treinta cuadras de mi casa, que las tuve que caminar, porque ningún taxi acepta invitados caninos. Paso a paso con un perro que nunca había visto un semáforo y marcaba terreno en cada árbol y columna que veía. Después, otra vez las treinta cuadras de ida hasta la locación. Lo conseguí gracias a la prima de la prima de una prima que fue muy amable al confiarnos al perro de su hijo a mí y en el resto del equipo.
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Dumbo es un basset hound, un perro pesado y haragán, que le cuelgan las orejas y lleva el hocico siempre contra el piso. No ve más allá de sus narices, tal vez por eso dejaba su rastro en cada arbolito del camino. Y en la pared de la casa de Nanda, donde íbamos a rodar el cortometraje. Pero fue la única vez, después siempre pidió: olía la puerta, metía el hocico en el ascensor o se ponía a correr como loco. Era bastante divertido verlo correr, porque se tropezaba con las orejas.
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Buscando m&m recorrimos todo un barrio de Montevideo. Mi amiga y yo nos turnábamos la correa. Esa correa que se soltó en pleno 18 de julio y casi termina en tragedia. Pero los reflejos de Magu son gigantes. De a ratos cinchábamos las dos juntas para mover al perro de los postes y sonreíamos cuando los peatones paraban para decirnos ¡Qué hermoso perro! Sí, un hermoso perro cansado de tanto caminar y que necesitaba agua para seguir marcando su mundo.
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Su papel era sencillo: tenía que poner cara de aburrido y hambriento, quedarse quieto y comerse a un pollo. Lo del pollo lo arreglamos con efectos y cortes, pero en su lugar comió varias papas fritas y mucho chocolate. Pasó de mano en mano, entre los directores, las actrices, las chicas de arte y las mías. Todos hacíamos lo que estaba en nuestro alcance para meter al perro en su personaje. Con más o con menos éxito, logramos que pusiera cara de pena y cara de contento.
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Dumbo consiguió su cometido. Al final del día consiguió entrar en el alma de un actor famoso y se puso gruñón. Salió fotogénico, con algunos errores de continuidad y comió mucho durante todo el día: comida para perros, nada; chocolates, muchos.
Sobre la izquierda
Se denomina izquierda porque los que se identificaban con estos ideales estaban sentados a la izquierda en el parlamento de
Además, en un momento fuimos todos iguales. Al principio de la historia ningún hombre o “pre-hombre” tenía nada. Y, básicamente, la monarquía en su primera instancia se basaba en el respeto y en que cada cual haga lo que le toca, sin embargo, hoy es muy criticado. No era perfecto, por supuesto, pero nada de lo que haga el hombre puede serlo, porque el hombre es un ser imperfecto. Algunas cosas se pueden acercar o alejar a esa perfección, pero nada más.
Sobre la monarquía
Entonces, la monarquía en su primer momento con sus 3 estados: el clero, no podía faltar. La nobleza lo que hacía era defender su territorio. Cada noble tenía algo a su cuidado, por ejemplo, los marqueses dividían territorios. Ellos eran los que peleaban en las guerras y defendían a sus siervos. Ese Tercer estado gozaba de la seguridad del noble, la cual pagaba con trabajo.
Mentira que no se podía cambiar de clase social. Era difícil, mucho más difícil que hoy. Un siervo no podía ser noble. Pero su hijo podía ser caballero, si era uno muy bueno incluso podía ser nombrado “baronet” y comenzar a integrar la nobleza, porque ese es un título heredable, el más bajo, pero nobiliario al fin.
Sobre las revoluciones
Lo del Rey como colocado por Dios fueron locuras de Luis XIV que a muchos se les dio por seguir. Y así terminaron: en revolución. Todo lo que la monarquía había conseguido en XVIII siglos, desapareció en uno. Con Madame le guillotine de la mano, los ciudadanos hicieron correr a todos los perfumados franceses a Inglaterra. Los que conservaban la cabeza.
Sobre
Pueden agradecerle los rusos a Catalina II todo su territorio. Después vengan los machistas a dar perorata: ella conquistó con tratados y guerras más que cualquier otro Zar antes. Y ni siquiera era rusa de nacimiento.
Ahora, la revolución rusa me encanta. Al igual que la francesa. No me hallo en el pensamiento político de ninguna de las dos. Sin embargo, la cantidad de sangre derramada en la francesa capta mi atención. Y la rusa me encanta porque me sorprende de qué forma estas personas fueron capaces de salir de algo malo para meterse en algo peor (
Las dos revoluciones comenzaron de la misma forma: con la banca rota. En una se culpa a María Antonieta, en la otra a Alexandra. ¿Será o la historia estaba escrita por hombres? Desde tiempos ancestrales las mujeres nos quedamos con la peor parte: Pandora abre la caja que trae todos los males al mundo y Eva tienta a Adán para que pruebe la manzana.
Una terminó con Lenin y su plan para el desarrollo. Luego dos más, luego Stalin que llevó a
Sobre el Imperio donde nunca se pone el sol
A todo esto, me gustaría resaltar la inteligencia de Su majestad Inglaterra. Los puntuales, astutos y traicioner
os ingleses que gobernaron la mitad del mundo hasta que su hijo, Estados Unidos, lo destronó. Gobernaron el mundo con perfil bajo. Después de todo, cuando se nombra a los locos que trataron de conquistar el mundo, los que se llevan el genérico son: Hitler (primero porque lo intentó hace menos tiempo) y Napoleón. Alejandro Magno y Julio César no se cuenta porque a esta altura son grandes héroes de la historia antigua. Sin embargo, Inglaterra, jugando de callado, se ganó al mundo. Un ejemplo claro es que gracias a ellos debemos nuestra independencia: un país pequeño, insignificante para la historia de esta potencia ganó su nombre gracias a los intereses económicos de Inglaterra.
¿Todos contentos? Por supuesto que no. Qué mundo tan aburrido tendríamos si todos estuviéramos de acuerdo.
Ropa de dormir, un rodete apurado y pantuflas. A un costado están las mil tazas con restos de café que fui acumulando desde el día anterior. Y mis dedos que se mueven sobre el teclado. A veces se detienen, piensan un poco y continúan.
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Qué lindos son los fines de semana sin despertador ni apuro. A veces caigo con los arrolladitos primavera de la feria, otras sólo me alimento a café y galletitas.
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Están aquellos “móviles” que empiezan los jueves en un boliche, los vienes en otros, los sábados no se pueden quedar quietos y los domingos, destruida. También existen los “quietos” donde se duerme hasta el mediodía los dos días y como conclusión lógica, se pasa con sueño el resto del día.
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Pero también existen los del tercer tipo. A mi entender (y tal vez sea sólo a mi entender) los mejores. Son aquellos en los que, aunque no ponga despertador, una idea me saca de la cama y me sienta en la computadora. Cuando me paso todo el día desarrollando historias, creando mundos. Me tranco con mis propias palabras y no encuentro solución.
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Entonces mis amigos me llaman y después de decirme unas cuantas cosas porque preferí quedarme encerrada, me invitan a salir. Y vamos a tomar mate por ahí, tranquilos, a conversar de temas nada importantes. A alguno se le ocurre juntarnos a cenar. Entonces vuelvo a casa de madrugada, con la cabeza llena de ideas vírgenes y jugosas que desean llegar a la hoja para decorar mis páginas con imágenes.
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Cuando ellos entienden que si me quedo mirando a la nada me tienen que sacudir un poco para que vuelva al mundo real y no pierden más tiempo que ese en regañarme. Cuando leen las cosas que escribo y lloran, echan al resto de las personas la computadora o entran en ataques histéricos para que los dejen terminar de leer tranquilos.
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Los mejores y peores jueces son las personas que nos quieren y queremos. Con los que compartimos historias que influyen en las que se ponen en el papel. Los que tachan con tinta roja y dicen que no valen la pena y también los que le dan un beso con labial.
Me tocaron los dos tipos de profesores. Como buena ciclotímica, los dos que más influyeron en mí durante la facultad pertenecen uno a cada extremo. Lo malo de ver las dos caras de una moneda es que me tocó el lado positivo al principio y el que mata al final.
Amaya incrementó mi amor por la literatura. Logró pulir a la escritora miedosa y disléxico que tenía encerrada. No siempre con buenas notas, menos con buenas críticas, pero siempre y sin condición con simpatía, siempre con sus explicaciones de por qué esto y por qué aquello. Sus sabias palabras sobre cosas triviales me acompañarán por siempre: cantar a gritos y desafinando cuando se está cansada; baño de agua fría para los enojos; el amor es la única forma de salir de la mierda. Gracias a ella y a nadie más me tengo confianza con los textos: me gusta escribir, a prueba está este blog.
Él, en cambio, es ajeno al mundo. No le gusta que lo toquen, ni que lo contradigan y hay algunas preguntas que se vuelven incómodas. Es un tipo al que la soberbia le gana a la inteligencia. De los que saben mucho pero se hacen querer poco. Confunden respeto con imposición y el sentimiento de régimen fascista en su clase es general. Así y todo lo quería. Como profesor, se entiende. Discutía con quien hiciera falta por defenderlo, por demostrar que él tenía razón. Y la tenía. En cada corrección, en cada mala nota están reflejadas sus dos características: inteligencia y soberbia. Faltan las felicitaciones, las sonrisas, las palmadas en la espalda. A veces el extravío es tan grande que con sólo mirarlo me dan ganas de luchar por ser mejor. Otras necesito darle una buena cachetada. Nunca lo consigo, por supuesto. ¿Qué sentido tendría conseguir, al fin, un aliento de ánimo antes de fin de año? Cada vez que salgo de la clase me pregunto qué hago en esa materia, ¡por qué no dejo esa materia! Y antes de querer acordar me encuentro, otra vez, repitiéndome que no voy a dejar que este tipo decida sobre mi vida.
Será cierto que escribo horrible, será también que no valgo la pena. Pero la opinión egocéntrica y negativa de él cada vez cuenta menos.