Saturday, May 21, 2011

Bangkok


Calles finas, tránsito pesado, comida callejera y comedores sin paredes. La foto de los reyes cada pocas cuadras y los comercios con pequeños templos a la entrada.

Mucho calor.

Después de caminar sin rumbo un par de cuadras, de resignarme a la idea de que no sé leer un mapa (es que sí sé), paré un tuctuc cuyo conductor, por supuesto, no hablaba inglés. Así que le mostré el dibujo en el mapa a donde quería llegar: el edificio de la Asamblea Nacional. Sí supo decirme en inglés cuánto me cobrara por llegar. Una vez negociado el precio subí y me dejé llevar por una corriente que va a contramano (manejan por la izquierda), en un tránsito que no siempre respeta los semáforos.

La asamblea nacional y la estatua del rey Rama V estaban llenas de vendedores callejeros. Ferias con peluches coloridos, ositos amorosos, de graduación, flores. Y este otro conductor que daba vueltas a mi alrededor ofreciendome diferentes destinos a bajo precio. No tenía nada mejor que hacer, así que acepté su recorrido: primero un templo budista llamado Wat Benchamabophit, luego, el Buda Dorado, tercero el mercado de joyas y por último, la montaña dorada. Perfecto.

Cuando llegamos al primer destino me descansé completamente en Dong (el conductor). Me dijo que me esperaba en la puerta del templo, que yo entrara. Movía las manos más que la boca, como su inglés no es bueno y yo no hablo tailandés, entonces las manos eran, muchas veces, la única comunicación clara.

No soy budista. Es una filosofía de vida que me interesa, con la que podría sentirme muy cercana si estudiara un poco más sobre sus fundamentos y aspiraciones, pero de momento me considero más cristiana (aunque tampoco sigo ninguna religión al pie de la letra). Sin embargo, entrar a los templos llena de una energía especial que transforma a la persona en la religión que haya dedicado el culto. Al menos es lo que me pasa a mí: entro a una catedral cristiana y me enamoro de cada recoveco en la arquitectura, pues con este templo budista fue más o menos similar. No podía entender por qué me negaba tanto a convertirme en budista después de ver todas esas construcciones. Y ni hablemos de los cultos. Un casamiento judío, entiendo completamente la tradición, me gustan sus costumbres; una misa católica y cada palabra que sale de la boca del cura me llega al alma, me dan ganas de volver. Fue la primera vez que estuve en un culto budista. Me encontré sentada en una silla, agarrada con fuerza del asiento y mirando sin parpadear a los monjes que cantaban con ritmo y sintonía algo que no tengo idea de qué es.

¿Cómo llegué a esa situación? Mi intención era sacar algunas fotos de un templo budista. Otras veces había sacado fotos de Budas, pero templo era el primero. Al reparo de la sombra había monjes almorzando, también personas dedicando sus rezos a diferentes estatuas. Pero yo caminaba derecho, hacia los monjes sentados como indios, todos en fila. Un hombre pasaba un hijo blanco entre los monjes. Frente a ellos había alguna personas sentadas, que cuando me vieron comenzaron a llamarme a viva voz. Como si sus palabras (en inglés, por cierto), no fueran suficiente, las mujeres también usaban las manos.

Sonrisa enorme y zapatos en la entrada. No me pude resistir. No se me ocurrió ningún motivo para decir que no. Así que terminé en primera fila de un rito budista que la familia dedicaba a la abuela recién fallecida. Para mí todo sonaba a armonía. Sin embargo, me sentía totalmente ajena al rito, me sentía como una intrusa. La familia me hacía preguntas: de dónde era, cuántos años tenía, cómo me llamaba. Suerte que no me preguntaron si era budista, o creo que habría mentido… “sí, desde hace años”. No me quería ir. La familia no quería que me fuera: me invitaron a almorzar. Pero la comida tailandesa tiene tendencia a ser picante y mi paladar no soporta el sabor del curri (ni de ningún otro picante). Además, Dong estaba afuera, esperándome, al sol. Les agradecí, contuve las ganas de abrazarlos y me fui.

Segundo destino. Fábrica de joyas. Una gran táctica de negocio: primero te dan la bienvenida con una gaseosa. Luego, te llevan a la fábrica, donde cada hombre está sentado en un espacio particular, con su luz y sus instrumentos. Algunos tallan joyas, otros funden el oro o la plata, otros dan la forma y también están los que colocan las piedras en el anillo, caravana o sea lo que sea lo que armen. Es una obra de arte en serie. Por último, entramos a la tienda. Desde el primer momento dos mujeres se pelearon por mi atención. Les dije que no tenía dinero, que no perdieran el tiempo, además, les mostré mis manos sin joyas, pero una de ellas dijo que no pasaba nada, que también tenían caravanas (si, mis caravanas enormes suenan cada vez que me muevo), así que la otra mujer se fue.

Tercer destino: Buda dorado. Parece que no me voy a aburrir de ver Budas. Tal vez es porque suena tan lejano a mí. Suena exótico. Sí conozco personas que son budistas, que a determinadas horas cantan en palabras extrañas cosas maravillosas. Dong me esperó afuera del templo mientras yo caminaba hacia atrás y más atrás para poder conseguir una foto completa del Buda de oro que es totalmente gigante.

Último destino: la Montaña dorada. Hacía demasiado calor para tantos escalones. Me imponía palabras consoladoras y de aliento cada vez que levantaba un pie para subir otro peldaño. Que probablemente no volvería a Bangkok, que no podía irme sin ver la montaña dorada (aunque no sabía qué iba a encontrar allí), que no quería arrepentirme luego de no haber llegado sólo por pereza. Terminé mi botella de agua en el camino hacia arriba. Era otro templo. Supongo que valió la pena. A veces.

1 comment:

Anonymous said...

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