Saturday, May 21, 2011

Vodka, balalaica y fútbol


Vladivostok.

Cerca del apartamento donde vivo hay una fuente llena de candados. Representan el juramento de amor eterno de todas las parejas valientes que se atreven a sellas su amor en esa fuente.

En Vladivostok encontré llaveros cerrados alrededor de un monumento. Luego de jurar amor hasta que la muerte los separe (o los abogados hagan su trabajo) ante el gobierno, las parejas llevan sus candados a este monumento (que, por cierto, es en honor de dos hombres de ciencia) y sellan su amor.

Hace un par de años cree un personaje. Era un hombre desconforme con su ambiente, que no le gustaba como las personas a su alrededor lo veían. Él se consideraba superior a las habladurías, aunque para esas otras personas él fuera el mejor de todo el pueblo. Nicolás (así se llamaba), entonces, metió sus cosas en un bolso y se fue a descubrir el mundo, a buscarse. Vivió aquí y allá, trabajo en lugares poco comunes, en otros muy comunes. Hasta que llegó a Rusia, al extremo este. Allí, sentado mirando al agua, supo que no podía llegar más lejos. Que tampoco importaba qué tan lejos de su casa llegara, siempre iba a estar con él. En el extremo este de Rusia decidió que era tiempo de volver a casa.

Jamás pensé llegar al extremo este de Rusia. A donde nace la vía del transiberiano. Siempre pensé que me gustaría ir a Moscú, pero Rusia es tan grande que nunca me visualicé en el lugar por el que estuve caminando. No sabía qué esperar, sin embargo, la expectativa era gigante. Frío terrible y niebla. Tampoco es que tenga ropa abrigada, mi campera de nylon es de lluvia y de verano. No me importó. Estaba en Rusia. No me permití quejarme mientras estuviera en suelo ruso.

La primera persona rusa con la que hablé se llamaba Anastasia; lo tomé como una buena señal. Luego también conocí a una Ania, una Olga y un Ivan. Esos nombres que suenan terriblemente rusos. Le pregunté a Ania cómo sería mi nombre en Ruso; “Catalina” no le sonaba a nada, pero cuando le dije (en inglés) que me llamaba como Catalina la Grande, tiró la cabeza hacia atrás, sonrió y dijo “Katia es el apodo”. Así que cuando llegaron dos hombres rusos jóvenes y con ganas de practicar inglés, Ania me presentó como Katia.

En inglés no sabían demasiado: hola, cómo andas y tomar vodka. Fue todo lo que dijeron. Luego Ania tradujo. Me preguntaron de donde era: de Uruguay. ¡Ah, fútbol! “Ania, Katia, vodka, balalaica e fútbol”. Ania me dijo luego que algunos hombres rusos eran bien y que otros (los señaló) eran raros.

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