Cuando era chica mis faltas de ortografía asaltaban cada página de mis cuadernos y era la peor lectora de todo el curso. Mi madre me obligaba a hacer copias y con mi vaguismo, siempre y sin excepción, demoraba horas. A ella también le preocupaba lo pobre de mi lectura, entonces me compraba libros. Quedaban bonitos en la biblioteca.
No me acuerdo cómo, cuando tenía once años descubrí que hacía muchos siglos había existido una cultura con muchos dioses y personas sobre naturales, que habían estado diez años en guerra por una mujer. Mi mamá me compró La Ilíada. Claro que no la leí. Pero sentaba a mi padre (orientación números) y a mi madre (orientación biológica) y les preguntaba cosas griegas que ellos habían dado en el liceo. Gran demostración de memoria por parte de los dos, por cierto.
Mi madre no se rendía y seguía asaltando las librerías una vez cada tanto para buscar un libro que me pudiera gustar. Y, como dice la frase, “persevera y triunfarás”, me llevó uno acerca de una muerte y que todos parecían culpables. Yo estaba segura que iba a poder descubrir el misterio antes que Agatha Christie me lo contara. De cierta forma así fue, el asesino era uno entre los diez o doce que yo tenía por sospechosos (sí, eran casi todos los personajes del libro, incluso sospechaba del muerto).
Tenía más o menos dieciséis cuando las amigas de mi madre (menos una, todas con orientación números o biología o cosas igual de espantosas) se enteraron de esta profesora de literatura excelente que daba clases en el liceo y bla, bla. La invitación fue para mi madre y para mí. En el curso dimos La Odisea. Otra vez, claro que no la leí, con dieciséis años estaba completamente sumergida en Harry Potter. Pero esa profesora, con toda su paciencia, me explicó cada uno de los dioses olímpicos, el amor paciente de Penélope y que para llegar a lo que se quiere hay que mentir (bueno, ella no lo dijo así, pero esa fue mi reflexión).
De pronto Agatha Christie empezó a aburrir y decir que leía Harry Potter me daba vergüenza. Entonces entré en la facultad. De golpe tuve que cambiar la forma de escribir, superar las faltas de ortografía y leer un libro cada dos semanas (¡oh, qué cantidad espantosa!). Entonces leí La Ilíada. Y me encantó. Obvio, nadie creyó que realmente podía gustarme semejante piedra en el estómago, pero es verdad: ME GUSTA LA ILÍADA.
Le empecé a tomar cariño a la lectura. A tirarme en el sillón con una frazada, un café y un libro. Cada vez que entraba a una librería agotaba un poco de paciencia paterna. Entonces derramé el agua del vaso: salí de la librería con tres libros de los cuales ninguno era el que quería comprar. Y después me compré tres libros más (que no estoy segura si alguna vez los voy a leer). Eso que se llama “comprador compulsivo”. Mi madre me prohibió entrar a una librería otra vez (hasta nuevo aviso). Pero, hecha la ley hecha la trampa, también hay ferias, puestos en la calle y una maravillosa tienda de revista que no saben qué hacer con los libros clásicos y los regalan por (la módica suma de) $50.
Cómo cambian las cosas: antes mi madre estaba desesperada porque yo leyera. Ahora si digo la palabra “libro”, tiembla.
No me acuerdo cómo, cuando tenía once años descubrí que hacía muchos siglos había existido una cultura con muchos dioses y personas sobre naturales, que habían estado diez años en guerra por una mujer. Mi mamá me compró La Ilíada. Claro que no la leí. Pero sentaba a mi padre (orientación números) y a mi madre (orientación biológica) y les preguntaba cosas griegas que ellos habían dado en el liceo. Gran demostración de memoria por parte de los dos, por cierto.
Mi madre no se rendía y seguía asaltando las librerías una vez cada tanto para buscar un libro que me pudiera gustar. Y, como dice la frase, “persevera y triunfarás”, me llevó uno acerca de una muerte y que todos parecían culpables. Yo estaba segura que iba a poder descubrir el misterio antes que Agatha Christie me lo contara. De cierta forma así fue, el asesino era uno entre los diez o doce que yo tenía por sospechosos (sí, eran casi todos los personajes del libro, incluso sospechaba del muerto).
Tenía más o menos dieciséis cuando las amigas de mi madre (menos una, todas con orientación números o biología o cosas igual de espantosas) se enteraron de esta profesora de literatura excelente que daba clases en el liceo y bla, bla. La invitación fue para mi madre y para mí. En el curso dimos La Odisea. Otra vez, claro que no la leí, con dieciséis años estaba completamente sumergida en Harry Potter. Pero esa profesora, con toda su paciencia, me explicó cada uno de los dioses olímpicos, el amor paciente de Penélope y que para llegar a lo que se quiere hay que mentir (bueno, ella no lo dijo así, pero esa fue mi reflexión).
De pronto Agatha Christie empezó a aburrir y decir que leía Harry Potter me daba vergüenza. Entonces entré en la facultad. De golpe tuve que cambiar la forma de escribir, superar las faltas de ortografía y leer un libro cada dos semanas (¡oh, qué cantidad espantosa!). Entonces leí La Ilíada. Y me encantó. Obvio, nadie creyó que realmente podía gustarme semejante piedra en el estómago, pero es verdad: ME GUSTA LA ILÍADA.
Le empecé a tomar cariño a la lectura. A tirarme en el sillón con una frazada, un café y un libro. Cada vez que entraba a una librería agotaba un poco de paciencia paterna. Entonces derramé el agua del vaso: salí de la librería con tres libros de los cuales ninguno era el que quería comprar. Y después me compré tres libros más (que no estoy segura si alguna vez los voy a leer). Eso que se llama “comprador compulsivo”. Mi madre me prohibió entrar a una librería otra vez (hasta nuevo aviso). Pero, hecha la ley hecha la trampa, también hay ferias, puestos en la calle y una maravillosa tienda de revista que no saben qué hacer con los libros clásicos y los regalan por (la módica suma de) $50.
Cómo cambian las cosas: antes mi madre estaba desesperada porque yo leyera. Ahora si digo la palabra “libro”, tiembla.
5 comments:
Eso y las góndolas de supermercado, ubicadas al alcance de la mano, son la perdición de los ansiosos. Del café, ni hablar.
PD: Mirar Espartaco, una obligación.
Jejeje
Supongo que la moraleja es "Tené cuidado con lo que deseás"
=D
Aguanten los libros baratos!
Me puse a pensar hace uanto no leo un libro. Y es hace mucho. Es más, me tuve que leer varios libros para dar el exámen de prof de inglés y después me recontra pelotudee y no leí un carajo. Mal yo. Por eso tengo un blog de cine y no de libros =P
Muy entretenida tu historia... Me gustó la forma en la cual contaste todo. Me gusta tu estilo.
Saludos!
eso es crecer y descubrir cosas nuevas! a mi me paso algo parecido, la magia de los libros es asi!! un beso
Sí, supongo que nunca es tarde.
Yo empecé a leer más o menos a los 16 también. Me enganchaba con uno autor, y leía hasta los pedos que se tiraba. TODO.
Después, me aburría, lo odiaba... y volver a empezar con otro.
Cuando voy a la casa de alguien por primera vez, me gusta ir disimuladamente hasta la biblioteca y a la parte de los "CD´s" para prejuzgar a los habitantes.
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