"La perfección del estilo consiste en que este sea claro sin ser vulgar. (...) Será distinguido y superior al vulgar el que utiliza palabras extrañas. Por extrañas entiendo palabras exóticas, la metáfora, la prolongación y cualquier forma que se aparte del discurso ordinario. (...) Así que la variedad de términos exóticos, metáforas, adornos y demás figuras, evitará que el estilo resulte vulgar y prosaico, mientras que las palabras comunes servirán para la claridad"
Aristóteles, Poética.
Ella solía ser grande. Tenía poderes, aunque la puntuación no fuera exacta y la distracción no le ayudara. Ella tenía la capacidad de crear frases como: "Caminó hasta la puerta de su casa como Dante en el tercer infierno" (cita de cierto profesor) sin que nadie se lo impusiera. Las ideas volaban en su cabeza, susurraban sus oídos, caminaban en los huecos de sus zapatos.
Tenía la capacidad de disfrazar las palabras, de maquillar las metáforas. Podía ponerle máscaras hermosas a las batallas. Ella quería ser revolucionaria. Quería escribir hasta que los callos de sus dedos ya no dolieran, hasta que la cabeza se le secara de ideas y no quedara ni una pequeña servilleta libre de letras.
Pero le gustaba leer La Ilíada, el ballet y el cine clásico. Ella no tenía alma de Bukowski, el neorrealismo no llenaba su alma ni consideraba que el socialismo fuera la solución justa. Se aceptó: clásica, poco metódica, desordenada y ciclotímica.
Entonces descubrió que ya no tenía el don. Que su mala puntuación y pésima ortografía habían ganado la partida. No importaba la pasión, ni la decisión. Se había decidido que ella no valía la pena y, aunque llorara a mares, ninguna frase exótica, ningún símil interesante. Frases comunes, sin magia, sin encanto. Sin necesidad de ser leídas.
Una lanza atravesó su talón.
