Otra Sinfonía
Thursday, April 04, 2013
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Saturday, May 21, 2011
Bangkok
Calles finas, tránsito pesado, comida callejera y comedores sin paredes. La foto de los reyes cada pocas cuadras y los comercios con pequeños templos a la entrada.
Mucho calor.
Después de caminar sin rumbo un par de cuadras, de resignarme a la idea de que no sé leer un mapa (es que sí sé), paré un tuctuc cuyo conductor, por supuesto, no hablaba inglés. Así que le mostré el dibujo en el mapa a donde quería llegar: el edificio de la Asamblea Nacional. Sí supo decirme en inglés cuánto me cobrara por llegar. Una vez negociado el precio subí y me dejé llevar por una corriente que va a contramano (manejan por la izquierda), en un tránsito que no siempre respeta los semáforos.
La asamblea nacional y la estatua del rey Rama V estaban llenas de vendedores callejeros. Ferias con peluches coloridos, ositos amorosos, de graduación, flores. Y este otro conductor que daba vueltas a mi alrededor ofreciendome diferentes destinos a bajo precio. No tenía nada mejor que hacer, así que acepté su recorrido: primero un templo budista llamado Wat Benchamabophit, luego, el Buda Dorado, tercero el mercado de joyas y por último, la montaña dorada. Perfecto.
Cuando llegamos al primer destino me descansé completamente en Dong (el conductor). Me dijo que me esperaba en la puerta del templo, que yo entrara. Movía las manos más que la boca, como su inglés no es bueno y yo no hablo tailandés, entonces las manos eran, muchas veces, la única comunicación clara.
No soy budista. Es una filosofía de vida que me interesa, con la que podría sentirme muy cercana si estudiara un poco más sobre sus fundamentos y aspiraciones, pero de momento me considero más cristiana (aunque tampoco sigo ninguna religión al pie de la letra). Sin embargo, entrar a los templos llena de una energía especial que transforma a la persona en la religión que haya dedicado el culto. Al menos es lo que me pasa a mí: entro a una catedral cristiana y me enamoro de cada recoveco en la arquitectura, pues con este templo budista fue más o menos similar. No podía entender por qué me negaba tanto a convertirme en budista después de ver todas esas construcciones. Y ni hablemos de los cultos. Un casamiento judío, entiendo completamente la tradición, me gustan sus costumbres; una misa católica y cada palabra que sale de la boca del cura me llega al alma, me dan ganas de volver. Fue la primera vez que estuve en un culto budista. Me encontré sentada en una silla, agarrada con fuerza del asiento y mirando sin parpadear a los monjes que cantaban con ritmo y sintonía algo que no tengo idea de qué es.
¿Cómo llegué a esa situación? Mi intención era sacar algunas fotos de un templo budista. Otras veces había sacado fotos de Budas, pero templo era el primero. Al reparo de la sombra había monjes almorzando, también personas dedicando sus rezos a diferentes estatuas. Pero yo caminaba derecho, hacia los monjes sentados como indios, todos en fila. Un hombre pasaba un hijo blanco entre los monjes. Frente a ellos había alguna personas sentadas, que cuando me vieron comenzaron a llamarme a viva voz. Como si sus palabras (en inglés, por cierto), no fueran suficiente, las mujeres también usaban las manos.
Sonrisa enorme y zapatos en la entrada. No me pude resistir. No se me ocurrió ningún motivo para decir que no. Así que terminé en primera fila de un rito budista que la familia dedicaba a la abuela recién fallecida. Para mí todo sonaba a armonía. Sin embargo, me sentía totalmente ajena al rito, me sentía como una intrusa. La familia me hacía preguntas: de dónde era, cuántos años tenía, cómo me llamaba. Suerte que no me preguntaron si era budista, o creo que habría mentido… “sí, desde hace años”. No me quería ir. La familia no quería que me fuera: me invitaron a almorzar. Pero la comida tailandesa tiene tendencia a ser picante y mi paladar no soporta el sabor del curri (ni de ningún otro picante). Además, Dong estaba afuera, esperándome, al sol. Les agradecí, contuve las ganas de abrazarlos y me fui.
Segundo destino. Fábrica de joyas. Una gran táctica de negocio: primero te dan la bienvenida con una gaseosa. Luego, te llevan a la fábrica, donde cada hombre está sentado en un espacio particular, con su luz y sus instrumentos. Algunos tallan joyas, otros funden el oro o la plata, otros dan la forma y también están los que colocan las piedras en el anillo, caravana o sea lo que sea lo que armen. Es una obra de arte en serie. Por último, entramos a la tienda. Desde el primer momento dos mujeres se pelearon por mi atención. Les dije que no tenía dinero, que no perdieran el tiempo, además, les mostré mis manos sin joyas, pero una de ellas dijo que no pasaba nada, que también tenían caravanas (si, mis caravanas enormes suenan cada vez que me muevo), así que la otra mujer se fue.
Tercer destino: Buda dorado. Parece que no me voy a aburrir de ver Budas. Tal vez es porque suena tan lejano a mí. Suena exótico. Sí conozco personas que son budistas, que a determinadas horas cantan en palabras extrañas cosas maravillosas. Dong me esperó afuera del templo mientras yo caminaba hacia atrás y más atrás para poder conseguir una foto completa del Buda de oro que es totalmente gigante.
Último destino: la Montaña dorada. Hacía demasiado calor para tantos escalones. Me imponía palabras consoladoras y de aliento cada vez que levantaba un pie para subir otro peldaño. Que probablemente no volvería a Bangkok, que no podía irme sin ver la montaña dorada (aunque no sabía qué iba a encontrar allí), que no quería arrepentirme luego de no haber llegado sólo por pereza. Terminé mi botella de agua en el camino hacia arriba. Era otro templo. Supongo que valió la pena. A veces.
Vodka, balalaica y fútbol
Vladivostok.
Cerca del apartamento donde vivo hay una fuente llena de candados. Representan el juramento de amor eterno de todas las parejas valientes que se atreven a sellas su amor en esa fuente.
En Vladivostok encontré llaveros cerrados alrededor de un monumento. Luego de jurar amor hasta que la muerte los separe (o los abogados hagan su trabajo) ante el gobierno, las parejas llevan sus candados a este monumento (que, por cierto, es en honor de dos hombres de ciencia) y sellan su amor.
Hace un par de años cree un personaje. Era un hombre desconforme con su ambiente, que no le gustaba como las personas a su alrededor lo veían. Él se consideraba superior a las habladurías, aunque para esas otras personas él fuera el mejor de todo el pueblo. Nicolás (así se llamaba), entonces, metió sus cosas en un bolso y se fue a descubrir el mundo, a buscarse. Vivió aquí y allá, trabajo en lugares poco comunes, en otros muy comunes. Hasta que llegó a Rusia, al extremo este. Allí, sentado mirando al agua, supo que no podía llegar más lejos. Que tampoco importaba qué tan lejos de su casa llegara, siempre iba a estar con él. En el extremo este de Rusia decidió que era tiempo de volver a casa.
Jamás pensé llegar al extremo este de Rusia. A donde nace la vía del transiberiano. Siempre pensé que me gustaría ir a Moscú, pero Rusia es tan grande que nunca me visualicé en el lugar por el que estuve caminando. No sabía qué esperar, sin embargo, la expectativa era gigante. Frío terrible y niebla. Tampoco es que tenga ropa abrigada, mi campera de nylon es de lluvia y de verano. No me importó. Estaba en Rusia. No me permití quejarme mientras estuviera en suelo ruso.
La primera persona rusa con la que hablé se llamaba Anastasia; lo tomé como una buena señal. Luego también conocí a una Ania, una Olga y un Ivan. Esos nombres que suenan terriblemente rusos. Le pregunté a Ania cómo sería mi nombre en Ruso; “Catalina” no le sonaba a nada, pero cuando le dije (en inglés) que me llamaba como Catalina la Grande, tiró la cabeza hacia atrás, sonrió y dijo “Katia es el apodo”. Así que cuando llegaron dos hombres rusos jóvenes y con ganas de practicar inglés, Ania me presentó como Katia.
En inglés no sabían demasiado: hola, cómo andas y tomar vodka. Fue todo lo que dijeron. Luego Ania tradujo. Me preguntaron de donde era: de Uruguay. ¡Ah, fútbol! “Ania, Katia, vodka, balalaica e fútbol”. Ania me dijo luego que algunos hombres rusos eran bien y que otros (los señaló) eran raros.
Koh Samui, segunda parte
Correr bajo la lluvia en Koh Samui no da pereza.
Es más, sólo corro porque no me gusta hacerme esperar y mis amigos ya están sentados en el restaurante.
Yo corro con el maquillaje de pirata corrido, una remera prestada y un short demasiado corto para que mis jefes me vean (y me ven). Mi aspecto no es provocado, sino casualidad. Madrugué para trabajar, tuve que vestirme y pintarme como pirata, así que bajo las faldas y tules me puse un short, sólo por las dudas. En el apuro por salir del laboratorio, mi remera quedó sobre la caja de disfraces. Suerte que mi amigo Carlito es precavido por dos y me pudo prestar una.
De todos los destinos que he tocado últimamente Koh Samui es uno de mis favoritos. Es de esos lugares donde se puede conseguir fotos de postales donde el agua es azul, el bote parece colocado por los dioses y las palmeras aplauden al atardecer. Además, el tránsito corre en sentido contrario y corre sin precauciones, por lo que cuando quiero cruzar la calle también lo hago sin precauciones: bajo el sol o la lluvia, calculo la distancia, la velocidad y me mando al otro lado rogando al cielo que nada pase. Nada pasa.
No dejaría de volver a Koh Samui una y otra vez.
Al fin llego al restaurante después de mis corridas para cambiar dinero. En el mostrador hay una pareja caucásica. Cada cual lleva una mochila gigante en la espalda, recorren el menú con la vista. El menú tiene letras en tailandés y en el alfabeto que me hace sentir culta. Pero también tiene imágenes. De otra forma no habría forma de que mi mente llegara a imaginar las comidas que ofrecen. Lo mismo sucedía con esta pareja que discutía si querían los tallarines con pescados o pollo. He aprendido en que en peleas de pareja uno no debe meterse (a menos que sea parte de la pareja), por lo que giré sólo para recomendarles el jugo de naranja, que es el más dulce que probarán jamás.
Luego me agradecieron.
Monday, March 07, 2011
Tuesday, March 01, 2011
Ello y yo II
Tuesday, February 08, 2011
Regreso a un origen no resuelto
Escribía todo lo que pasaba y para lo que sentía utilizaba metáforas.
Ahora me gustaría ser capaz de ponerme los pantalones, de tener una mejor foto de perfil, de poder decirle (a la cara) que ninguna foto va a ser mejor que esa y que me gustan los hombres de ojos tristes.
También que no lo respetaba, que nunca lo tuve en cuenta y que su presencia solía molestarme. Que no tengo ningún recuerdo sobre él en vidas anteriores de las que casi no poseo memoria. Que pretendí mostrarme a mí misma hasta dónde puedo llegar. Gracias. Que no tenía intenciones de conversar, tal vez por eso no retuve diálogos. Lo siento. Que me gusta mentir. Que no me gusta que me adulen aunque a veces lo necesite. Que soy irónica. Que me pasaría el día entero mirándole la cara, no hace falta que hable, ni que me toque, pero sí que me mire. Con sorpresa, con una media sonrisa.
O nada de eso, los errores son para aprender de ellos. Ojos que no ven, corazón en otro lugar. Que cuando lo vuelva a ver, la función comenzará otra vez. Y yo brillaré, seré la estrella, estaré en la cima.
imagen: Egon Schile, "Girl" 1918